Hace más de un millón de años, el Homo Erectus se vio a sí mismo y a su hábitat como una desolación devastadora. Conforme le dictaba su instinto de supervivencia imaginaba que el sol y todos los fenómenos físicos, meteorológicos y hasta fisiológicos eran producto de dioses o demonios que animaban la Naturaleza. (De aquí el animismo)
La pregunta básica es por qué esta interpretación. En algún sentido oculto del inconsciente podemos conjeturar que fue un invento - hoy diríamos que metafísico- por el cual y mediante el cual, aliviaba, sosegaba o minimizaba su enorme soledad. De aquí proviene, en primer término, el instinto religioso. Más adelante, tal instinto se desarrollará y evolucionará hacia mejores formas de comunicación. Porque la interpretación del hombre primitivo sólo buscaba comunicarse con dioses o ánimas. (De aquí proviene “animarse”, etc.) Luego, este vocablo “ánima” sufrió una transformación en “Alma”, “espíritu” y colateralmente en “sentimiento”. Y con la psicología moderna en los términos: “sensibilidad afectiva”, “afectividad”, etc.
De lo que se trata es que todo este aparato psíquico tuvo como sustento esa soledad y desamparo humano: el hecho problemático y pavoroso de vivir en la intemperie, lo que lo impulsaba a crear dioses y compañías imaginarios.
Posteriormente, esta situación hizo nacer la necesidad de la convivencia y de las formas primigenias de lo social – tribu, clan, polis griega, etc., que sería largo enumerar. Esta misma necesidad de la convivencia social fue expuesta por Aristóteles cuando afirmó que para vivir en soledad hace falta ser animal o Dios.
Y la evolución posterior de la convivencia social no es otra que el amor, interacción entre seres humanos, que persiguen como fin la superación de la soledad típica de la especie. Superar la barrera de la soledad importa e implica superar el narcisismo. Y ese camino se logra con el acontecimiento de mayor evolución que llamamos amor. Y el amor no es un sentimiento, sino una actividad permanente: la preocupación activa por el crecimiento y mejoramiento de lo que se ama. (E. From. “El arte de amar”.)
La pregunta básica es por qué esta interpretación. En algún sentido oculto del inconsciente podemos conjeturar que fue un invento - hoy diríamos que metafísico- por el cual y mediante el cual, aliviaba, sosegaba o minimizaba su enorme soledad. De aquí proviene, en primer término, el instinto religioso. Más adelante, tal instinto se desarrollará y evolucionará hacia mejores formas de comunicación. Porque la interpretación del hombre primitivo sólo buscaba comunicarse con dioses o ánimas. (De aquí proviene “animarse”, etc.) Luego, este vocablo “ánima” sufrió una transformación en “Alma”, “espíritu” y colateralmente en “sentimiento”. Y con la psicología moderna en los términos: “sensibilidad afectiva”, “afectividad”, etc.
De lo que se trata es que todo este aparato psíquico tuvo como sustento esa soledad y desamparo humano: el hecho problemático y pavoroso de vivir en la intemperie, lo que lo impulsaba a crear dioses y compañías imaginarios.
Posteriormente, esta situación hizo nacer la necesidad de la convivencia y de las formas primigenias de lo social – tribu, clan, polis griega, etc., que sería largo enumerar. Esta misma necesidad de la convivencia social fue expuesta por Aristóteles cuando afirmó que para vivir en soledad hace falta ser animal o Dios.
Y la evolución posterior de la convivencia social no es otra que el amor, interacción entre seres humanos, que persiguen como fin la superación de la soledad típica de la especie. Superar la barrera de la soledad importa e implica superar el narcisismo. Y ese camino se logra con el acontecimiento de mayor evolución que llamamos amor. Y el amor no es un sentimiento, sino una actividad permanente: la preocupación activa por el crecimiento y mejoramiento de lo que se ama. (E. From. “El arte de amar”.)
Carlos Miguel
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