miércoles, 24 de febrero de 2010

Reloj de Arena




Estaba allí, en la vidriera de la tienda de antigüedades que tantas veces había visto de lejos al ir camino de mi paseo por el parque.

No es que me atrajera particularmente ningún objeto de los que, en desordenada acumulación allí se exhibieran, hasta ese momento en que, no puedo explicarlo ahora, algo me hizo cruzar de vereda, alterando así la rutina que podía seguir, casi con los ojos cerrados, de caminar con rumbo definido y que me llevó a pararme, casi como si fuera por primera vez, frente a la vidriera.

No ocupaba el objeto del que hablo un lugar destacado, es más: ni siquiera podría decirse que fuera el más bello de los allí expuestos. Tampoco se cuanto tiempo llevaba en ese lugar, ni porqué fue en ese preciso día, a esa hora, en que, emanando quien sabe de donde, la fuerza de su presencia alteró la rutina haciendo variar mi destino.

Había allí los más diversos objetos: floreros de fino cristal, copas, juegos de porcelana fina, bandejas otrora de bella platería hoy desgastada, cajas de madera con tapas taraceadas, cuchillos y navajas con hojas de las más diversas formas y con empuñaduras de distintos materiales. Anteojos, largavistas, binoculares y gemelos para teatro. Libros en rústica y encuadernados en cuero y que contaban vayan a saber que olvidadas historias.

En eso lo vi y supe que era ese el objeto que había cambiado el rumbo de mi caminata, llevando mis pasos y mirar hacia él. Era un viejo reloj de arena, ni tan grande, ni tan pequeño, de manufactura sencilla con dos extremos como tapas de madera que aún conservaba bien su lustre original y uniéndolas, cuatro delgadas columnas de bronce pulido, entre las que se destacaba una ampolla de vidrio transparente, estrechada finamente en su punto medio. En la parte que estaba hacia abajo, había una pirámide o cono de fina arena ambarina.

Este objeto se encontraba junto a otros relojes de distinta naturaleza: péndulos de pared, de finas máquinas de bronce encerradas en cúpulas de cristal, de bolsillo o de mesa, en fin una extraña variedad, destinada a medir el tiempo del tiempo de los hombres.

Pero solo fue ese: el reloj de arena, el que centró toda mi atención, al punto que como nunca antes, entré en la tienda de antigüedades. Me atendió su dueño, un sujeto de cabellos blancos, con anteojos y sencillamente vestido de oscuro, con camisa blanca y un discordante chaleco negro de una tela aterciopelada.

Le pregunté si vendía el reloj de arena y me contestó que en realidad, estaba allí porque debía estar y que nunca había pensado en su venta y ni tan siquiera en valorarlo, en términos de precio y mucho menos en moverlo.

Como algo conozco de las estrategias que suelen desplegar los vendedores, tomé sus palabras sólo como un ardid para aumentar mi interés en la pieza.

Insistí en que le pusiera un valor monetario y entre titubeos y negaciones, dijo algo de quinientos. Me pareció demasiado y volví casi como para retirarme del local, cuando nuevamente algo hizo que desviara mi vista hacia la vidriera. Allí seguía en su lugar el reloj de arena. Volví mis pasos ya más decidido a obtenerlo y, como tengo cierta práctica en ello, comencé un regateo ofreciendo por el mismo no más de trescientos. Hubo una negación inmediata de parte del propietario del local, volviendo a repetir que en realidad, para bien de todo, era mejor que el reloj siguiera en aquel lugar.

Percibí como que trataba de esconder algo misterioso en ese juego de ofertas, números y precios sugeridos y no aceptados, hasta que ya de último momento, decidí hacer una oferta: trescientos cincuenta como único precio que estaba dispuesto a pagar.

Al ver la firmeza de mi decisión, accedió a la venta en este último valor. Pagué el precio, lo envolvió y me lo entregó con mucha delicadeza. Cuando estaba por retirarme, el dueño del local, tomándome suavemente el brazo me retuvo y dijo unas palabras que aumentaron mi interés en el objeto: “Tenga cuidado como lo manipula, es muy delicado”.

No me había parecido así al verlo, pero contesté como para terminar, que lo cuidaría y que no se preocupara.

Allí mismo decidí dar por terminado el paseo de ese día y volver a mi casa. Al entrar en la misma, me dirigí al estudio, desenvolví el paquete y puse el reloj de arena sobre el escritorio. Estuve un momento contemplando su estructura, forma y quietud de su arena en el fondo de la ampolla de vidrio, hasta que en un momento, decidí dar vuelta al reloj para permitir que la arena empezara a pasar nuevamente, de uno a otro sector.

En ese instante, algo comenzó a perturbar mi percepción. Fue como una especie de ensoñación donde desfilaban imágenes entre las que alcancé a percibir: Una reunión de señoras tomando el té con un juego de porcelana fina, a través de unos gemelos nacarados vi una escena de concierto en el teatro y en rápida sucesión cambió a un final del Premio Carlos Pellegrini. No terminaba de asombrarme con esa extraña y desordenada sucesión cuando, a la tenue luz de un farol callejero, veo el brillo de un cuchillo en manos de un hombre y otro caído en el empedrado.

Eso terminó de perturbarme. Desperté de mi ensoñación: la totalidad de la arena había pasado de uno a otro sector del reloj, estando la misma en reposo.

Varias horas habían pasado casi sin darme cuenta, al punto que era ya noche cerrada.

Al día siguiente, quise ir a la tienda de antigüedades a contarle a su propietario mi extraña experiencia.

Emprendí el camino y al llegar, noté que algo extraño estaba ocurriendo: había frente a su vidriera un grupo de personas que miraban asombradas.

Abriéndome paso entre ellas, pude llegar a la vidriera y fue grande mi sorpresa: sólo pude ver, entre un gran desorden, una pila como de polvo o cenizas, en la que no se advertía ningún objeto definido.

En ese mismo instante, comprendí el porqué de la negación planteada por el propietario de la tienda de antigüedades, de no querer siquiera mover de su lugar, aquel detenido en el tiempo, viejo reloj de arena.


Autor: Alfredo R. MORS

Dibujo: Carolina MOINE – Diseñadora Gráfica - Córdoba

Texto presentado como ponencia en las Jornadas de Literatura (creación y conocimiento) desde la Cultura Popular organizadas por la Escuela de Letras de la Universidad Nacional de Córdoba.

1 comentario:

ALFREDO MORS dijo...

MUCHISIMAS GRACIAS por incluir este cuento en el Blog.
Decididamente ya no es mío sino de todos ustedes. Hasta va a la facultad de Letras!! jeje