Iba corriendo en la madrugada, una noche fría de invierno, por un camino de huella entre el medio del monte.
Sin linterna, ni siquiera la luna brillaba: sólo las estrellas.
Tenía que llegar a una casa, bastante retirada del pueblo, puesto que soy enfermero (el único en el pueblo) y el doctor había viajado a la ciudad. Un vecino había dado aviso al comisario que doña Gorosito estaba por tener familia muy pronto; por eso me habían llamado y ahora me encontraba en esa situación, apurado por llegar y con mi maletín en la mano.
Cuando de repente (¡ay mi Dios!) algo salió del monte y empezó a andar detrás de mí. Yo estaba aterrorizado pensando que podía ser un puma y que me atacaría. No sabía qué hacer: pensé apurar el paso (correr) y huir, pero continué marchando a paso firme y cuando me dí vuelta hacia atrás, no vi más que la negra noche y seguí caminando por el túnel, aún más oscuro, que entonces conformaba mi sendero de penumbra.
Cada vez sentía más cerca el sonido de sus pisadas que a mis oídos sonaban como un tambor.
¡Ay mi Dios… cuándo sentí su jadeo detrás de mí! Lo peor de todo era que si yo me paraba, el ser también se detenía y sólo su aliento escuchaba.
Seguí caminando y en un momento sentí que algo me rozaba las piernas. ¡Jesús!. Ahí ya empecé a correr y al doblar un recodo me dí por fin con la casa: llegué sin sangre.
Entré sin llamar -¡horror!- el ser en cuestión entró detrás de mí y me saltó a la espalda. Pegué un grito y caí de rodillas: miré la criatura que tenía que tenía encima: era mi perro que me había seguido…
Carlos.
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