jueves, 7 de julio de 2011

Vuela, Sueño, Vuela

Villa Rivera Indarte. Arguello. Verano del 2003. Una casa modesta y rodeada de majestuosos árboles, reposa el puro sol del estío tras una calle de tierra sin contorno…
-¡Seba!, ¡Seba!, ¡No has cortado los yuyos! Después crecerán más y te será más difícil!- La voz femenina podría escucharse a una cuadra de distancia en la silenciosa siesta.
-Ya, ya, ma. Mañana lo haré. Hoy iré a pescar a “Rincón Bonito”…
-Con “tu pesca” ya estaríamos muertos de hambre. Ah, ¡Si viviera tu padre!
Y el muchacho, un adolescente de 18 años montó en la bicicleta y partió raudamente.

El lugar es apacible, acogedor, invita al retiro místico. Rodeado de sendos árboles, un río poco profundo atraviesa y un puente roto reposa su inercia sobre las tranquilas aguas.
El paraje perteneciente a Villa Rivera Indarte, se ubica al final de la Av. Ricardo Rojas, entre ésta y el río Suquía, con añosos árboles integrando una flora y fauna ubérrrima. Una isla de más de una hectárea se enclava en medio del río dividiéndolo en dos brazos.
Sebastián, tal es el nombre de  nuestro protagonista, se apeó de su bicicleta y apoyándola en un tronco, sentose en un rincón umbrío, bajo inmensos árboles. Acomodó su caña de pescar, lanzando el anzuelo al río.
Tomó su morral, del que extrajo cuaderno y lápices y luego, casi con ritual religioso, se dispuso a sentir aquella paz que lo rodeaba.
Cerró sus ojos a fin de percibir en su pureza los sonidos de ambiente: trinos de pájaros, algún grillo y el manso tránsito del río.
¿Cuánto tiempo estuvo en tal éxtasis? No lo sabía porque, en realidad percibía, todas las veces que visitaba ese mini Edén, que el tiempo no corría (“time don’t runs” repetía), que estaba estaba en suspenso o que adquiría -en todo caso-  un ritmo o movimiento distinto, inusual, fuera del campo cronológico, más lento y a la vez, más intenso…
Recordaba que, desde niño, incontables veces había venido a este Retiro Sagrado (“my Holy Place”, invocaba). Cual profilaxis del duro oficio de vivir y el amargo status de la pobreza. Sebastián encontraba aquí una grata reparación y una compensación saludable.
Sí, incontables veces vino a este sitio. Y al morir su padre muy joven, sintió que el mundo se abría ante él, oscuro y horrible, y que no soportaría la existencia. Pero aquí en el retiro sagrado encontró sosiego para su dolor. Aquí los pájaros con su trino y algarabía, aquí en noches de estío, los cantos de grillo exaltando el misterio; aquí pudo reconciliarse con la vida.
Y como en una película desfilaron algunos pasajes de su vida por su mente. Siendo el mejor alumno del colegio secundario había terminado con promedio más alto en inglés (el año anterior) y anhelaba estudiar Ciencias Naturales (Geología, Botánica, Zoología), pues amaba la naturaleza en todas sus expresiones. No comprendía la ruina de la humanidad al contaminarla y destruirla. La pobreza, empero, y la necesidad de ayudar a su madre eran óbices para concretar su sueño.
En sendos cuadernos anotaba lo que observaba en esa región: las distintas especies de aves y sus migraciones. Respecto a los árboles, sus nombres y características (del sauce obtuvo aspirina con su corteza), etc. y planeaba registrar y analizar las piedras y rocas locales como un verdadero geólogo…
De pronto, un ruido lo sacó de sus meditaciones. Los ladridos de un perro llamaron su atención. Al mirar alrededor, notó que a unos 30 metros, un perro ladraba, tratando de morder a un pájaro herido en la tierra.
De un salto, el joven tomó una piedra y la arrojó al can. Éste retrocedió asustado y volvió a la carga, pero otra pedrada y varios gritos le hicieron desistir. El animal se alejó del lugar.
El adolescente se aproximó, curioso, al ave, que trataba en vano de alzar vuelo y daba brincos. Sebastián no pudo asir al pájaro al principio pues éste se desesperaba por volar sin lograrlo, agotando sus fuerzas. Finalmente, el joven consiguió asirlo, lo arrulló, lo calmó y lo sopló reiteradamente.
Notó que  su ala izquierda estaba herida, el resto en orden. “¿Qué lo habría lesionado?”, se peguntó. “¿Habrá sido el perro?”, se dijo. Pero los perros no cazan pájaros. Cualquiera que fuese la causa, se determinó al salvataje del ave.
Con su pañuelo humectado en el río, frotó y masajeó el ala comprometida. Por momentos el pájaro cerraba sus ojos, en actitud de dormirse, pero el joven lo alentaba.
“No te duermas, Sueño, no mueras. Te pondrás bien. No te duermas…”. Pronto, encontró un insecto -una libélula-, lo pisó y alimentó al ave, hizo lo propio con una carnada de pesca.
El ave aleteaba con el ala no comprometida, por lo que improvisó un vendaje con su pañuelo y un trozo de madera. Luego, colocó al pájaro en su bolso, recogió los elementos de pesca y partió en su bicicleta.
Los días transcurrieron y el ave mejoraba, con la atención que Sebastián le prodigaba. Había colocado al pájaro en una jaula, lejos del alcance de los perros y diariamente le hablaba y acariciaba. Le hacía beber agua con aspirina disuelta y otros cuidados médicos.
“¡Deja morir en paz a ese pájaro!”, le regañaba su madre. “¡De tanto soplar y frotar el ala se quedará sin plumas!”, ironizaba.
Pero Sebastián acariciaba al ave contra su pecho sin atender la crítica.
“No se morirá, ma. Yo lo sé”, aseguraba.
“Ya vendrán tus amigos de la otra cuadra, el “Cholo” y el Pedro y se burlarán de tu pájaro”-reíase su madre-. “Dirán que eres el “cuida pájaros”.
“Y ellos serán los espantapájaros”, retrucó Sebastián.
“Pues, más luego, ve a pedir un paquete de fideos en fiado a Don Julio”, ordenó su madre. “O nos comeremos a tu pájaro”.
“No lo comeremos, ma. No lo haremos…”.
“Y deja de traer piedras y rocas a tu dormitorio que hay que limpiarlo, ¿qué haremos con ellas?”
“Las sacaré al patio, ma. Ya las sacaré”
Y una tarde mientras desmalezaba el terreno alcanzó a ver que el pájaro por sus propios medios salía de la jaula, cayendo al piso. Luego, se levantó y con esfuerzo levantó vuelo, pero no duró pues volvió a caer. Caminó pasos y nuevamente voló hasta un poste cercano, apoyándose en él. De allí voló hasta un árbol.
El muchacho se acercó y el pájaro se quedó quieto e inmóvil. Al parecer, el ave vacilaba entre quedarse junto a su rescatistas o volar libremente.
La tarde estaba con un clima templado (a 25 grados de temperatura) y el cielo sin nubes. El silencio se instaló entre el joven y el pájaro. Como sin mediar una comunicación cierta, pues ninguno de los dos se movía.
De pronto, el ave levantó vuelo, se alzó varios metros y dio varias vueltas en círculo, exactamente sobre la cabeza del joven, como despidiéndose y después voló más alto aún y se dirigió a línea recta hacia el sur, sedienta del horizonte y burlando la gravedad.
Al comienzo, sus alas se percibían en un aleteo perfecto, luego se fueron paulatinamente haciéndose más pequeñas hasta convertirse en un punto al cual el firmamento, finalmente se lo tragó.
Sebastián con ojos húmedos, balbuceó:
“Vuela, sueño, vuela”.

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