domingo, 24 de julio de 2011

La Persecución

El primer indicio fua la llegada de una carta. Alguien le avisaba que su esposa solía encontrarse cada mañana con un colectivero de la línea 60.
"Ella trabaja de lunes a viernes se siete a catorce", pensó el marido leyendo con rencor aquella insidiosa carta.
Durante aquella noche el forjó un plan.
La seguiría a la mañana siguiente, ni bien ella se marchara.
Su mujer solía abordar el colectivo a dos cuadras de la casa.
Lo mejor era caminar detrás, a cierta distancia: es decir, a no más de cuarenta pasos ni menos de veinte.
Suponía que ella iría directamente a esperar el colectivo sin detenerse en ningún sitio.
Por lo tanto, él se sorprendió cuando su esposa entró a las siete menos cuarto a la panadería de la otra esquina.
Sin poder contenerse, él se asomó detrás de los cristales, disimulando bajo el espeso velo de un abrigo negro que colgaba, justo del otro lado, de un perchero.
Cuando su mujer salió llevando una torta él apenas tuvo tiempo de esconderse.
Cabizbajo y ardiendo de furia, el pequeño hombre siguió los pasos de su joven mujer.
Cuando ella llegó a la parada, él volvió a esconderse detrás de unos improvisados carteles que decoraban la vereda.
Girando la vista en derredor, el marido engañado vio que la calle estaba desierta.
"El colectivo ya debe estar por llegar",  se repitió el con oscuro recelo y, en un instante, se dio vuelta sorprendido por un extraño grito.
"Vos fuiste el que te interpusiste en nuestro camino y el que la obligaste a dejarme cuando ella quedó embarazada. Pero sin embargo, ella nunca te quiso y siempre esperó el momento de la venganza", le dijo el hombre alto que llevaba el uniforme de colectivero, luego de estrellar la torta en su cara y, poco después, de cuando su mujer se despidió, de él con un gesto cortante y soez, el pequeño hombre se puso de pie y, torciendo la carta que aún guardaba y llevaba en un bolsillo, hizo con ella un pequeño bollo que utilizó para quitar de su cara los restos de aquella exquisita torta.

Carlos Lombardo

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