domingo, 24 de julio de 2011

Celular

Un niño andaba con una chica que le gustaba, era hermosa, y no la miraba, sino le mandaba mensajes por el celular.
Ernesto Díaz.

El último encuentro



Esa mañana fui a la Biblioteca Provincial, tras el llamado del agente López. Al llegar, ya habían perimetrado el cuerpo con la cinta de precaución.
La víctima, una mujer de unos cuarenta años, contextura robusta, piel pálida, quizás por la muerte, a primera vista presentaba signos de extrangulamiento y asfixia.
Hice los apuntes de rutina y pedí la lista de los empleados de la biblioteca.
Todos parecían con una actitud muy natural, y lo que me llamó la atención fue el anciano que era auxiliar de la occisa tenía una leve mancha de rouge en el paño de su camisa.
Lo despedí después de agendar su dirección y le pedí que no saliera de la ciudad mientras durara la investigación.
El equipo de vigilancia, pudo proveerme de esa camisa manchada cuando el anciano llevó ropa a la lavandería. Los análisis respectivos corroboraron que pertenecían al mismo material del rouge labial que presentaba la víctima el día de su muerte.
La autopsia indicó que la mujer, de nombre Inés González , tenía  cuarenta y cuatro años, murió por estrangulamiento y obstrucción de las vías respiratorias con algún material adherente en el rostro, presumiblemente, una bolsa de plástico.
El equipo de investigación recicló la basura que el anciano sacaba de su departamento y encontró que una de las bolsas tenía manchas coincidentes con el maquillaje de la víctima.
El móvil lo supo después:; el anciano siempre había querido ser el bibliotecario titular, pero para eso, la actual empleada debía retirarse o fallecer.
Por último, fuimos a buscar al anciano a su edificio. Pero éste salió a nuestro encuentro arrojándose desde el séptimo piso.

Miguel Valle.

La Persecución

El primer indicio fua la llegada de una carta. Alguien le avisaba que su esposa solía encontrarse cada mañana con un colectivero de la línea 60.
"Ella trabaja de lunes a viernes se siete a catorce", pensó el marido leyendo con rencor aquella insidiosa carta.
Durante aquella noche el forjó un plan.
La seguiría a la mañana siguiente, ni bien ella se marchara.
Su mujer solía abordar el colectivo a dos cuadras de la casa.
Lo mejor era caminar detrás, a cierta distancia: es decir, a no más de cuarenta pasos ni menos de veinte.
Suponía que ella iría directamente a esperar el colectivo sin detenerse en ningún sitio.
Por lo tanto, él se sorprendió cuando su esposa entró a las siete menos cuarto a la panadería de la otra esquina.
Sin poder contenerse, él se asomó detrás de los cristales, disimulando bajo el espeso velo de un abrigo negro que colgaba, justo del otro lado, de un perchero.
Cuando su mujer salió llevando una torta él apenas tuvo tiempo de esconderse.
Cabizbajo y ardiendo de furia, el pequeño hombre siguió los pasos de su joven mujer.
Cuando ella llegó a la parada, él volvió a esconderse detrás de unos improvisados carteles que decoraban la vereda.
Girando la vista en derredor, el marido engañado vio que la calle estaba desierta.
"El colectivo ya debe estar por llegar",  se repitió el con oscuro recelo y, en un instante, se dio vuelta sorprendido por un extraño grito.
"Vos fuiste el que te interpusiste en nuestro camino y el que la obligaste a dejarme cuando ella quedó embarazada. Pero sin embargo, ella nunca te quiso y siempre esperó el momento de la venganza", le dijo el hombre alto que llevaba el uniforme de colectivero, luego de estrellar la torta en su cara y, poco después, de cuando su mujer se despidió, de él con un gesto cortante y soez, el pequeño hombre se puso de pie y, torciendo la carta que aún guardaba y llevaba en un bolsillo, hizo con ella un pequeño bollo que utilizó para quitar de su cara los restos de aquella exquisita torta.

Carlos Lombardo

viernes, 22 de julio de 2011

La Hospedería "El Desquiciado"

Caso ocurrido una noche de invierno en la zona céntrica de la gran ciudad.
Fuera de la Hospedería "El Desquiciado", cuatro hombre bebiendo alcohol en forma.
El humo de los cigarros casi confundían sus caras semi descubiertas por buzos con capuchas que hoy es común en la gente de mal vivir.
Entre las cosas que mil veces contaban para pasar su tiempo, discusiones de fútbol que nunca vieron y novias que jamás tuvieron, Pasan las horas del frío en la calle, que los transforma. Después de mucho rato uno se da cuenta que faltaba El Negro Sin Dedos. Se oía la taconeada de un policía llegando hacia ellos y pregunta quién conoce a ese vago que, más adelante, está bañado de sangre tirado en la vereda. "¡Yo!" Contestó El Mudo. "¿Y qué le pasó?" Preguntó el oficial. "Yo no he visto nada" dijo el ciego Altavista. "¿Y usted qué sabe?", le preguntó el oficial al Sordo Tapia. "Y... no sé, todos tomábamos leche para pasar el frío, dijo El Mudo charlatán. "¡Tendrán que acompañarme a la comisaría!", dijo el oficial, porque Sin Dedos está muerto y la falta de unas cajas denunció el kiosquero.

Antonio

domingo, 10 de julio de 2011

Sin palabras



Paula miró a Laura. Laura miró la jaula. La jaula quedó vacía. ¡Qué triste lo de aquel día! Eran las dos hermanas gorditas y algo enanas. Tenían un perro cojo y un gato que era muy flojo.
Paula miró la jaula. Laura lloró sin habla. La jaula siguió vacía. ¡Qué triste lo de aquel día! El ave que allí vivía, tirada quedó en el suelo, con signos de una mordida, de gato o tal vez de perro.
Paula miró al perro. El perro miró al gato. El gato con mucho esmero limpiaba su pelo negro. Laura miró a Paula. Paula agarró la escoba. Y el perro corrió en tres patas, lejos de las señoras. Laura con una pala dispuso ayudar a Paula, y alzaron las muertas alas del pobre cantor del alba.
Paula miró al gato. El gato ni pestañaba; y luego de verle un rato, Paula quedó con rabia. Laura guardó la jaula. Paula no dijo nada. El gato no las miraba y el perro ni se asomaba.
Paula tomó un cuchillo. Laura quedó aterrada. El perro tembló en tres patas, el gato se dormitaba. Paula cruzó la sala, llevando cuchillo en mano, y antes de dar dos pasos, el perro sufrió un desmayo.
Laura corrió apurada y trajo un abanico, batiéndolo en el hocico, y el perro no reaccionaba. Paula siguió marchando, el gato esbozó un bostezo, y cerca de su pescuezo pasó un cuchillazo blanco.
Laura quedó pasmada. Paula quedó vengada. Y al lado del gato negro estaba la desgraciada: era una gran serpiente, larga y amarronada, que en esa fría mañana buscaba sangre caliente. Primero mató en la jaula y quiso seguir su juego, buscándole las espaladas al gato que estaba ciego.
Y así eran en esa casa, no había ninguno entero. Y en medio de los sucesos, volvió a reaccionar el perro. Laura miró a Paula. Paula miró a Laura. El perro miró a ambas. Ninguna le dijo nada…
Y nunca dijeron algo, ni al perro ni al pobre gato. Es cierto, no tengan dudas, porque eran hermanas mudas.
Miguel Valle

Robando sueños



Fue en una tarde de invierno. Precisamente el 26 de junio de 2011. Tarde fría. Caminaba por las calles de la gran ciudad. Buenos Aires tiene un no se qué: cánticos y bandoneones empapelan la ciudad.
Algo asombroso pasó. Vi un barco pirata que recorría las calles. Se entremezclaban banderas rojas y blancas, goles y risas. Llantos, ahogo y penas mezcladas. Sólo tenía un sólo significado: Gerónimo Luis de Cabrera pasó y dejó su legado.
Hoy comimos gallina y sus huevos, lo robamos. ¡Qué grande es ya la historia que ha dejado BELGRANO robando sueños!


VIAJES

Yo fui en avión a África. Cuando bajé llovía plenamente y hacía mucho frío. Me enfermé y no tenía plata. Encima no había hospital. Entonces, me fui a Santa María porque me gustaba en todo sentido.

Ernesto Días.

El gordito Miguel



El gordito Miguel era un personaje muy particular, lleno de fantasía, de humor hacia los demás, de bondad particular y de dulzura. Miguelito mi amigo era de una contextura mediana, de unos 120 kilos de peso, del ancho de una puerta o de una ventana y rompedor de sillas, de camas, de colchones, de almohadones y de todo donde aplastaba sus cantos.
Era un personaje sano, humilde y de mucho apetito: se comía tres platos de fideos, cinco platos de sopa, tres tazas de café con leche y un kilo de tortillas masomenos.
Cuando caminaba, parecía un temblor lleno de mondongo o una gelatina desparramada. Ese era mi amigo Miguelito, el gordito destrozón y torpe a la vez por su gordura.







Víctor Cornejo

Blanquita en la placita



Blanquita caminaba todas las mañanas en una plaza despoblada. A veces se quedaba quieta y miraba al cielo, primero con un ojo, después con el otro. Iba a un banco, luego a otro. Pero su lugar favorito era el monumento que estaba justo en el centro.
Blanquita se acercaba a los hombres y sobre todo a los viejos solitarios, pues sabía que algo obtendría de ellos. ¡Ah, pero eso sí!: odiaba a los perros.
Cuando hacía mucho calor, Blanquita mojaba su cuerpo en la fuente donde navegaban algunas hojas secas. No sentía vergüenza, sólo miedo. Todo el tiempo estaba a la defensiva, y cuando se quedaba quieta, miraba al cielo, primero con un ojo, luego con el otro.
Un día en que Blanquita desayunaba galletitas junto a un anciano, ocurrió lo terrible. Un dálmata discreto llegó como un secreto, abriendo los arbustos, causando mucho susto, y el tiempo que es injusto no quiso que Blanquita se viera prevenida.
El viejo con espanto pegó un bastonazo al lomo del manchado. Pero todo fue en vano, la muerte llegó pronta y el perro con desgano se comió a la paloma

.Miguel Valle

CUENTOS DE TERROR



EL MÁS ALLÁ DE LA MUERTE

Allí yacía en su cama un féretro oscuro que iluminaba tan solo con su barba blanca y sus ojos semi abiertos, como esperando un porqué de su muerte, si él lo sabía todo.
Hola viejo ¿Cómo estás hoy?, ¿Qué tienes de nuevo para mí? Te olvidaste de contarme cómo viviste tus días de gloria. Me quiero empapar con tu sabiduría, beber tu sangre y que me digas lo bueno y lo malo.
Y siempre me contestas: ¡Hoy es tu día! … Quedo solo, sin una sonrisa, sólo tu voz que grita a través de tus ojos: ¡Vive la vida!




Antonio Moreno

El cielo color de rosa



Mariano llevó galletas dulces y una gaseosa. Se sentó en el pasto y abrió el paquete para devorarlas. Observó cómo otras personas también comían en rondas o tomaban mate. Algunos paseaban perros y otros leían un libro.
Era pasado el medio día y el sol había sido implacable ese día. Mariano bebió la mitad de la gaseosa y empezó a notar que el cielo se teñía de un tenue color rosa. “¡Qué extraño!” pensó y se refregó los ojos, pensando que sufría de un defecto óptico. Pero en seguida las otras personas comenzaron a mirar el cielo que se iba poniendo de un color rosa intenso.
El pronóstico decía que hoy sería un día normal, pero las primeras en ponerse nerviosas fueron las aves, que huían todas y los perros que se unieron en un siniestro coro de aullidos.
La gente estaba de pié y miraba al cielo con gesto de desconcierto, tratando de comunicarse por sus celulares, pero inútilmente ya que las líneas estaban muertas. Comenzó a soplar un viento muy caliente que traía pequeñas partículas rojas, que al hacer contacto con la piel, causaban un gran ardor. La gente corrió desesperada.
Cuando pasó el viento, el paisaje quedó inundado por puntos rojos del tamaño de una moneda. Todas las cosas tenían puntos rojos: las casas, las calles, los autos, los árboles y las personas. Y Mariano contempló su cuerpo, lleno de estos puntos rojos. Y la gente se miraban unos a otros, tratando de borrar esos puntos, pero era imposible, ya que estaban como tatuados en la piel.
En el cielo que ya era de un color naranja, apareció con asombro un sol rojo, o al menos, eso parecía. Y era diez veces más grande que nuestro sol. Al ir apareciendo, todos los puntos rojos explotaban en llamas de fuego. La gente corría presa del terror, pero en pocos segundos sus puntos rojos explotaban.
Una mujer y su perro explotaron a dos metros de Mariano. Luego Mariano sintió el calor del sol rojo.
Miguel Valle

jueves, 7 de julio de 2011

Invisibles



Parecieran seres invisibles
que pasan o están sin estar,
suspendidos en su tiempo
escapados de otros tiempos.
Invisibles a la mirada
cuyos rostros hoy no miro,
porque pareciera que,
invisibles a mis ojos
que los abstraen del paisaje,
no tuvieran el coraje
de mostrarme sus despojos.
Seres de noches perdidas
de días entre las sobras,
con la vida en zozobras
y las esperanzas suspendidas.
Paso y no los miro,
paso y no los siento,
seres que lleva el viento
que expresa su suspiro.
Viven entre jergones
obnubilados por alcoholes,
con lluvias o con soles,
calentados por fogones


Alfredo Mors.

Vuela, Sueño, Vuela

Villa Rivera Indarte. Arguello. Verano del 2003. Una casa modesta y rodeada de majestuosos árboles, reposa el puro sol del estío tras una calle de tierra sin contorno…
-¡Seba!, ¡Seba!, ¡No has cortado los yuyos! Después crecerán más y te será más difícil!- La voz femenina podría escucharse a una cuadra de distancia en la silenciosa siesta.
-Ya, ya, ma. Mañana lo haré. Hoy iré a pescar a “Rincón Bonito”…
-Con “tu pesca” ya estaríamos muertos de hambre. Ah, ¡Si viviera tu padre!
Y el muchacho, un adolescente de 18 años montó en la bicicleta y partió raudamente.

El lugar es apacible, acogedor, invita al retiro místico. Rodeado de sendos árboles, un río poco profundo atraviesa y un puente roto reposa su inercia sobre las tranquilas aguas.
El paraje perteneciente a Villa Rivera Indarte, se ubica al final de la Av. Ricardo Rojas, entre ésta y el río Suquía, con añosos árboles integrando una flora y fauna ubérrrima. Una isla de más de una hectárea se enclava en medio del río dividiéndolo en dos brazos.
Sebastián, tal es el nombre de  nuestro protagonista, se apeó de su bicicleta y apoyándola en un tronco, sentose en un rincón umbrío, bajo inmensos árboles. Acomodó su caña de pescar, lanzando el anzuelo al río.
Tomó su morral, del que extrajo cuaderno y lápices y luego, casi con ritual religioso, se dispuso a sentir aquella paz que lo rodeaba.
Cerró sus ojos a fin de percibir en su pureza los sonidos de ambiente: trinos de pájaros, algún grillo y el manso tránsito del río.
¿Cuánto tiempo estuvo en tal éxtasis? No lo sabía porque, en realidad percibía, todas las veces que visitaba ese mini Edén, que el tiempo no corría (“time don’t runs” repetía), que estaba estaba en suspenso o que adquiría -en todo caso-  un ritmo o movimiento distinto, inusual, fuera del campo cronológico, más lento y a la vez, más intenso…
Recordaba que, desde niño, incontables veces había venido a este Retiro Sagrado (“my Holy Place”, invocaba). Cual profilaxis del duro oficio de vivir y el amargo status de la pobreza. Sebastián encontraba aquí una grata reparación y una compensación saludable.
Sí, incontables veces vino a este sitio. Y al morir su padre muy joven, sintió que el mundo se abría ante él, oscuro y horrible, y que no soportaría la existencia. Pero aquí en el retiro sagrado encontró sosiego para su dolor. Aquí los pájaros con su trino y algarabía, aquí en noches de estío, los cantos de grillo exaltando el misterio; aquí pudo reconciliarse con la vida.
Y como en una película desfilaron algunos pasajes de su vida por su mente. Siendo el mejor alumno del colegio secundario había terminado con promedio más alto en inglés (el año anterior) y anhelaba estudiar Ciencias Naturales (Geología, Botánica, Zoología), pues amaba la naturaleza en todas sus expresiones. No comprendía la ruina de la humanidad al contaminarla y destruirla. La pobreza, empero, y la necesidad de ayudar a su madre eran óbices para concretar su sueño.
En sendos cuadernos anotaba lo que observaba en esa región: las distintas especies de aves y sus migraciones. Respecto a los árboles, sus nombres y características (del sauce obtuvo aspirina con su corteza), etc. y planeaba registrar y analizar las piedras y rocas locales como un verdadero geólogo…
De pronto, un ruido lo sacó de sus meditaciones. Los ladridos de un perro llamaron su atención. Al mirar alrededor, notó que a unos 30 metros, un perro ladraba, tratando de morder a un pájaro herido en la tierra.
De un salto, el joven tomó una piedra y la arrojó al can. Éste retrocedió asustado y volvió a la carga, pero otra pedrada y varios gritos le hicieron desistir. El animal se alejó del lugar.
El adolescente se aproximó, curioso, al ave, que trataba en vano de alzar vuelo y daba brincos. Sebastián no pudo asir al pájaro al principio pues éste se desesperaba por volar sin lograrlo, agotando sus fuerzas. Finalmente, el joven consiguió asirlo, lo arrulló, lo calmó y lo sopló reiteradamente.
Notó que  su ala izquierda estaba herida, el resto en orden. “¿Qué lo habría lesionado?”, se peguntó. “¿Habrá sido el perro?”, se dijo. Pero los perros no cazan pájaros. Cualquiera que fuese la causa, se determinó al salvataje del ave.
Con su pañuelo humectado en el río, frotó y masajeó el ala comprometida. Por momentos el pájaro cerraba sus ojos, en actitud de dormirse, pero el joven lo alentaba.
“No te duermas, Sueño, no mueras. Te pondrás bien. No te duermas…”. Pronto, encontró un insecto -una libélula-, lo pisó y alimentó al ave, hizo lo propio con una carnada de pesca.
El ave aleteaba con el ala no comprometida, por lo que improvisó un vendaje con su pañuelo y un trozo de madera. Luego, colocó al pájaro en su bolso, recogió los elementos de pesca y partió en su bicicleta.
Los días transcurrieron y el ave mejoraba, con la atención que Sebastián le prodigaba. Había colocado al pájaro en una jaula, lejos del alcance de los perros y diariamente le hablaba y acariciaba. Le hacía beber agua con aspirina disuelta y otros cuidados médicos.
“¡Deja morir en paz a ese pájaro!”, le regañaba su madre. “¡De tanto soplar y frotar el ala se quedará sin plumas!”, ironizaba.
Pero Sebastián acariciaba al ave contra su pecho sin atender la crítica.
“No se morirá, ma. Yo lo sé”, aseguraba.
“Ya vendrán tus amigos de la otra cuadra, el “Cholo” y el Pedro y se burlarán de tu pájaro”-reíase su madre-. “Dirán que eres el “cuida pájaros”.
“Y ellos serán los espantapájaros”, retrucó Sebastián.
“Pues, más luego, ve a pedir un paquete de fideos en fiado a Don Julio”, ordenó su madre. “O nos comeremos a tu pájaro”.
“No lo comeremos, ma. No lo haremos…”.
“Y deja de traer piedras y rocas a tu dormitorio que hay que limpiarlo, ¿qué haremos con ellas?”
“Las sacaré al patio, ma. Ya las sacaré”
Y una tarde mientras desmalezaba el terreno alcanzó a ver que el pájaro por sus propios medios salía de la jaula, cayendo al piso. Luego, se levantó y con esfuerzo levantó vuelo, pero no duró pues volvió a caer. Caminó pasos y nuevamente voló hasta un poste cercano, apoyándose en él. De allí voló hasta un árbol.
El muchacho se acercó y el pájaro se quedó quieto e inmóvil. Al parecer, el ave vacilaba entre quedarse junto a su rescatistas o volar libremente.
La tarde estaba con un clima templado (a 25 grados de temperatura) y el cielo sin nubes. El silencio se instaló entre el joven y el pájaro. Como sin mediar una comunicación cierta, pues ninguno de los dos se movía.
De pronto, el ave levantó vuelo, se alzó varios metros y dio varias vueltas en círculo, exactamente sobre la cabeza del joven, como despidiéndose y después voló más alto aún y se dirigió a línea recta hacia el sur, sedienta del horizonte y burlando la gravedad.
Al comienzo, sus alas se percibían en un aleteo perfecto, luego se fueron paulatinamente haciéndose más pequeñas hasta convertirse en un punto al cual el firmamento, finalmente se lo tragó.
Sebastián con ojos húmedos, balbuceó:
“Vuela, sueño, vuela”.