Mordía a toda persona que pasaba por la vereda. Sí, así era ella, tía Anacleta. Cuando enviudó hace quince años, se había sumergido en la depresión, tanta pastilla y tanta nostalgia hizo que un día tuviera un terrible accidente cuando conducía su automóvil a casa.
Desde entonces está en la silla de ruedas, incapaz de devolver una mirada, de emitir aunque sea un balbuceo o de mover sus dedos congelados. Cualquiera que la viera pensaría que estaba embalsamada. Mis dos hijos, Maximiliano y Macarena, crecieron con ella, acostumbrados a esa inmutable presencia.
Como todavía eran pequeños, ellos abrigaban la esperanza de que Dios devolvería sus capacidades a tía Anacleta.
Mi esposa Irene había insistido en que la internáramos en un instituto especializado. Pero yo me opuse, yo sé que tía Anacleta estaba feliz con nosotros, me daba cuenta porque siempre que la sacaba a la vereda, su cara se iluminaba. En esas tardes hacíamos rondas de mates y, por supuesto, que tía Anacleta también participaba aunque no podía manipular el mate, ni tenía capacidad de sorber la bombilla, igual se le servía el mate y se le otorgaban los minutos en los que ella simbólicamente compartía el rito familiar.
Lo curioso es que cuando estábamos en la vereda y pasaba alguien ajeno a la familia, tía Anacleta, en el momento en que más cercano estaba la persona movía su cabeza hacia adelante y abría sus fauces para morder a la víctima. Cuando lograba su cometido era muy difícil liberar a la persona de esos dientes inconscientes. El trabajo era disculparse con al agraviado o agraviada y apelábamos a su compasión por el infeliz estado de mi tía.
Por un buen tiempo no la sacamos a la vereda ya que me parecía triste sacarla con un cartel de advertencia al incauto vecino, me parecía algo humillante...
Irene sugirió un bozal- yo dije ni pensarlo- Era evidente que mi esposa no simpatizaba con tía Anacleta.
Una tarde estábamos en la vereda. Tía Anacleta había mordido a un predicador bíblico que en su ira lanzó muchas maldiciones sobre ella.
Después del incidente sonó el teléfono, fui a atender el llamado, era mi jefe. Me dijo que iba a ascenderme y que él y su esposa vendrían a casa y más aún que su esposa ya debería haber llegado porque salió antes que él, porque él debía cerrar unos contratos de la inmbobiliaria. En ese momento, se escuchó un agudo grito femenino que provenía de la vereda. Fue tan agudo el grito que mi jefe lo escuchó por el teléfono y preguntó: -¡Miguel!, ¿por qué grita mi esposa?
Miguel Valle.
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